Me purgo, mi señor, de sus designios
ancestrales. De rodillas y gacha la cabeza, me excuso por mentir tan bien.
La señora quería
respuestas, quería conocer el contenido, pero ella no podía. No debía decirlo.
Nunca.
Detrás de ella, enroscada
en una manta vieja, la niña Alejandra le miraba con sus ojos grandes, como
huevos cocidos. Blancos, muy blancos. Y temblaban, con el mismo miedo con el
que se había tomado el contenido de la totuma que su madre levantaba con enojo.
—¿Para quién lo hiciste,
Berta? Más te vale que me digás que le has puesto y para quién.
—Para nadie, mi señora,
se lo digo. Eso solo son unas matas pa’ matar el moho del baño. No es para
nadie.
Estaba enojada. Doña
Eugenia cuando se enojaba parecía triplicar su tamaño, que de ordinario era minúsculo
y casi infantil. Señora de señoras, conocía todas las mañas ajenas, sobre todo
las de sus subalternas, indias
patirajadas sin educación.
—Mirá Berta, sino me sos
sincera te echo de la casa.
—Mi señora —volvió a
iniciar la pobre mujer, sobando sus manos con inquietud sobre el delantal
desteñido—, esa totuma solo tiene unas ramas amargas para matar el moho. No es
para nadie. ¿Para qué podrían servir esas matas a alguien? —Simulando
inocencia, luego mirando con incredulidad, postuló— Lo único que puede provocar
eso es un dolor de estómago muy feo, mi señora. Tal vez pa’ matar lombrices.
La señora torció el
gesto, al tiempo que la niña Alejandra daba un respingó.
—Es cierto, Berta, no hay
nadie aquí que se pueda tomar esas matas. Mi niña es eso, una niña. —agregó en
voz muy baja, pero Berta quiso aprovechar para salvaguardar los intereses de
todos.
—Ay, mi señora, ¿usted
pensó que es iba para lavarle la panza de huesitos a la niña? No, patrona, de
eso cuídese. Si a esa niña la he criado como mía, si me sale con esas yo misma
se la mando.
Soy pecadora, soy hipócrita y no me
siento mal. Porque la culpa es para el débil y al débil ha de acosar. Lo siento
padre por las desgracias.
Eugenia Echeverría, hija
de un abogado y esposa del mayor exportador de caña. Señora, como pocas, de su
casa, su marido y todo allí donde posara la vista. Doña Eugenia tenía un
pequeño pasatiempo que mantenía bien escondido. A ella le gustaban esos
muchachitos que se morían por concretar trabajos con su marido.
A ella, más que a
ninguna, le encendían las pieles jóvenes y el suave rumor de una barba no
incipiente. Doña Eugenia, con todos sus años, no conocía las negativas del sexo
masculino. Pero, si hay algo que encendía su irracional mal humor era conocer a
las mujercitas, casi niñas, que se paseaban por la cama de su marido.
No es que le importase
demasiado donde metía la verga Don Genaro, pero la idea de que se hiciera de
público conocimiento la existencia de la muchachita le ponía los pelos de
punta.
¿Cómo va a ser que la engreída
esa se paseara por ahí con él, asistiendo a eventos y susurrándole al oído?
Nunca, ni loca iba permitir semejante barbaridad.
—Eugenia, cálmate —le
decía su esposo, tratando de evitar que arrastrará más a la muchachita, quien
gritaba desesperada y sostenía su cabeza de manera enfermiza—. Esto lo podemos
arreglar entre nosotros.
—Sí, claro. Ella y yo.
Llevaba a su contrincante
por el cabello, arrastrando su delgado y joven cuerpo por el pasillo principal
de la alcaldía municipal, a donde habían asistido para la inauguración de un
nuevo proyecto. Sentada a menos de un metro suyo, había estado enviando
insinuaciones a su marido. Tomándola del cabello por sorpresa, ya eran casi
cien metros los que la había arrastrado, mientras gritaba, pataleaba y decía
cosas de lo más indecentes.
—¡Eugenia, déjala en paz!
—En treinta años de casado, Don Genaro no había gritado nunca a su mujer.
—¡¿Qué?! —Ese sí que era
el colmo— La defiendes después de todo. Mirá, Genaro Alberto —espetó,
deteniéndose al instante, soltando a la muchachita y apuntándolo con un largo
dedo—, a mí me tiene sin cuidado donde metas esa picha vieja que llevás en los
pantalones, pero mi nombre no lo empañás. Soy tu mujer, y ante el mundo eso no
puede cambiar, jamás.
La angustiada amante, que
yacía en el piso, indignada e insegura de qué hacer ante la ferocidad de doña
Eugenia, se vio sorprendida ante el matojo de cabello que se desprendía de su
cabeza. Mientras, el viejo señor tuvo que ver como su mujer, que seguramente
conocía en paños menores a todos sus empleados, se retiraba indignada, gritando
que, aunque se condenara en el infierno,
iba a buscar el divorcio.
Mi guía es la avaricia y hacia ella camino
sin mirar sobre quien pasa. Dame fuerzas señor para no abandonar mi camino y
mis planes. Porque así como tu enviaste a tu hijo para morir, yo he convertido
mi cuerpo en el sacrificio a dar.
Desde el día en que su
cuerpo había sido arrastrado por la alcaldía municipal, Dahiana Rengifo no
volvió a salir de su casa sin la compañía de su hermana. Espigada por la
juventud, blanca y llena del usual erotismo de las niñas buenas, se transformó
en la mala nada más saber lo que era un beso.
Ese beso, el beso de
Judas.
Le gustaba Alberto.
Alberto tenía toda la galantería del mundo en los ojos, en las palabras y en
las manos. Alberto sabía conducir, hablaba inglés y sabía mejor que nadie
cuando y como invitar a una chica a salir. Y la había elegido a ella, a ella
porque obviamente era la más bonita, la más inteligente y, además, la única de
su edad a quien sus padres dejaban salir sin supervisión.
El beso llegó en la
primera cita, así como los rozamientos en la segunda y uno que otro toqueteo en
la tercera. Ella, inocente en todo, lo creyó muy seguro, pues se imaginó que el
muchacho lo hacía en pos de asegurar el futuro con ella.
Luego de la primera noche
en su cama nunca más la volvió a buscar. Y ella solo tenía dieciséis años, así
que la alternativa a su derrota fue hacer del problema su solución.
Se los llevó a todos por
delante. A todos. No dejó naranjo con frutos en toda la región. Esta vez era
ella quien marcaba el ritmo y que era lo que deseaba ganar. Hasta que Don
Genaro se había acercado a ella en el baile de bodas de Susana Beltrán.
Don Genaro era el papá de
Alberto, pero no se parecía en nada a él. Mucho más alto, más grande, con menos
educación, la tosquedad de su amor terminó por hacerla creer que de esa manera
se vengaría. Mientras Alberto estaba por octava vez en Europa, Alejandra se
esforzaba en que nadie se enterara del romance con el negro que cargaba el agua
y Doña Eugenia se dejaba clavar lo que ofrecieran los pasantes de su marido,
ella se aseguraba que él no fuera a dejarle nunca, diciéndole y prometiendo lo
mismo que un día Alberto le había dicho a ella.
Santificadas sean esas industriales
parranda, las mujeres fáciles y los hombres que tienen precio en cheques.
Benditos aquellos que no soportan el sol del trabajo y solo recogen el pago de
la cosecha. Alabados sean ustedes que sirven a su orgullo y contratan a la
razón para el engaño.
Para nosotros, para los
envalentonados, esta mentira de vida no nos quita lo bailao’.
Daniel le dijo a
Alejandra que la amaba cuando tenían catorce años. Alejandra le respondió al
amor un año después, dejándose aparecer desnuda en el bohío viejo, junto al río
grande, detrás del cultivo de caña.
Hicieron el amor al son
de los sapos grandes que cantan en las orillas, con los grillos y las cigarras
eternas que lo orinan a uno cada vez que pueden.
Alejandra estaba blanca,
no por a falta de sol sino del susto.
Daniel la guio suave por
las experiencias de la carne, aunque la máxima experiencia que tuviese fueran
todos esos sueños turbios en los que ella hacía exactamente eso: citarlo a la
noche al lado del río, desnudarse toditica y dejarse amar.
Alejandra abortó tres
veces en cuatro años. Las primeras dos por accidente, la última con ayuda de la
india Berta, que era más mamá que Doña Eugenia.
Ellos vivían su amor de
escupitajos, de tiempos robados, sin mayor prisa que amarse mucho.
Hasta que la bala
atravesó el campo.
Daniel no se aguantó las
ganas bajo la piel, en medio del pecho y tuvo que pedirle a Don Genaro la mano
de la niña Alejandra. Ay, si le hubiese hecho caso a Berta y mejor se la
hubiese robado.
Pero él entró, él hizo lo
que todo caballero y la respuesta fue certera.
—Ningún negro se casa con
mi hija —y la escopeta para mata perros de monte fue el arma que le quitó la
vida a él y la cordura a Alejandra, que venía del mercado con un vestido nuevo
y lo vio caer allá, a lo lejos, sobre esa tierra húmeda de la que creían cosas
dulces.
Padre y señor mío. Perdónalos, no
porque no saben lo que hacen. Sino porque lo saben, lo hacen y si les diera la
oportunidad lo harían una vez más.
Que en paz descanse el vivo y que al
muerto no lo saquen de su tumba.
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