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Saldos de guerra

Estás acostado. Dormido. No te apresuras por nada, solo descansas luego de un largo día de trabajo. El sueño repara, es hondo y te lleva lejos. A tu lado, tu mujer. Duerme también, quizá más hondo que tú, pues su día es más largo.

A lo lejos, pisadas por la carretera. Pisadas de jóvenes esperanzas rotas, truncadas, pisadas de huellas hondas por el cargo de conciencia. Tal vez una voz ronca por el uso del tabaco, con órdenes imprecisas sobre el futuro del país.

Sigues en lo tuyo. El calor de las sabanas, lo mullido del colchón viejo. Tu habitación sencilla, pero no sucia. Tus sueños sinceros, sin mayor extrañeza.
Un paro en seco. La noche se parte, ya no hay movimiento. Hasta los grillos parecen detener su canto. Un par de cuchicheos que no disimulan en nada la búsqueda de nuevas presas.

Dan dos golpes a la puerta.

Entre sueños, no logras diferencias estos primeros llamados, aunque si percibes la incomodidad reinante, la tensión que se puede cortar.

Dos puños tocan la puerta otra vez, más fuerte que antes. .

Ahora si te sorprendes. Estas sentado en el borde de la cama sin saber muy bien porqué. 

El corazón te late fuerte. Hay más golpes en la puerta. No sabes si moverte, no tienes idea de que hacer, el cerebro se ha paralizado por el miedo y la sorpresa.

A penas si puedes ver algo en la oscuridad, un rayo de tierna luna entra a la sala y da en el umbral de la habitación.

—Papá, hay hombres llamando afuera —Tu hija está en la puerta justo bajo el rayo plateado, con botas puestas sobre la pijama vieja. Una ruana y un machete completan su atuendo de ojos aterrados y piernas tiritantes. Ella ha seguido las instrucciones mejor que tú.

Se las has dado mil veces: Si escuchas algo, si ves algo. Te paras, te pones unos zapatos, coges el machete y si tienes que irte sola, te vas.

Te paras de prisa en el suelo frío, apagas en tu cabeza el contraste de temperaturas para buscar tu propio atuendo de huida. El cuerpo olvida el cansancio del día y pone en marcha los resquicios de energía para garantizar supervivencia. 

Antes de cualquier otra cosa, remueves a tu mujer con cuidado, evitando que grite.

—Maruja, levántate con cuidado. Ponete las botas y recojé algo de comida en el lichigo.

Ella no dice nada. Se levanta muy tranquila y va a por las cosas. Sabe del rigor de la época, de las torturas que no tienen nombre y de los hijos que mueren sin padres y los padres que viven sin hijos. Ella ha tenido que huir antes, no se intimida antes hombres con armas llenos de rencor, lo que ella guarda dentro, juntos a sus recuerdos, la convierten en una invulnerable fortaleza. Eso y el amor por la hija que juntos trajeron al mundo.
Sales hasta la pequeña sala con tu hija. Tomas la escopeta vieja, de la época de tu padre, que descansa tras la máquina de coser de otro siglo que tu mujer puede echar a andar aún. 
Empuñas fuerte mientras tu niña se esconde atrás, sin abrir la boca.

Afuera siguen los golpes y vienen los gritos. Perros rabiosos que no controlan su instinto.

—Buenas noches, soy el sargento Antonio Gabriel de la segunda brigada. Abranos la 
puerta, venimos buscando a unos guerrilleros.

—Váyase que aquí no hay nadie. —Respondes aguerrido. La interpretación de lo que dicen del otro lado la conocen tú y todos los que viven la guerra desde el centro: Si son verdaderos militares los van a matar para hacerlos pasar por guerrilleros. Si son guerrilleros, los van a matar porque se demoraron en abrir la puerta—. Aquí los guerrillos no se quedan nunca, pero siempre les digo lo mismo que les voy a decir a ustedes: No tenemos nada que ver con nadie, déjenos vivir en paz.  

—Señor, tenemos órdenes. Sino abre vamos a tener que entrar por la puerta.

—Uno no viene a pedir favores a media noche. —No es la primera vez que te sucede, solo quince días atrás unos guerrilos querían entrar por comida. Se llevaron la mitad de las gallinas y un ternero al ver que no abrían. Ojalá estos se contenten con lo mismo para que puedas dormir tranquilo aunque sea solo por hoy.

Tu mujer aparece con las cosas. Un costal al hombro, la mirada cansada y algo de nostalgia en sus maneras al caminar. Aunque ella es más joven, sus preocupaciones de mujer la hacen ver viejísima esta noche, tanto como para ser tu madre. Eso te cuela más en el corazón.

—Ve con Angelita, Maruja. Salgan por atrás —susurras con calma, como si del otro lado de la puerta no siguieran las voces ásperas con  botas pesadas, compactando la tierra húmeda que la lluvia roció más temprano en la noche.

Angelita sigue temblando. No tiene más que doce años, lo más lejos que ha estado de la casa es el pueblo, a media hora caminando. La lucha ha sido para ella un común denominador, pero nunca ha estado tan cerca. La abrazas con fuerza.

—Vete con tu madre. Despacio, que no las cojan descuidadas —Besas su cabecita negra. Afuera, el sargento vuelve a gritar: A ver, viejo marica. Abra la puerta que le estamos dando oportunidad. —La voz ya no tiene nada de conciliadora.

Angelita mira la puerta con pavor, sientes su corazón latir a mil contra tu pecho mientras te abraza en despedida. Tal vez se trata de tu propio corazón, pero no puedes saberlo ahora, no con los infames golpes azarando en la puerta.

Ellas van a deslizarse hasta la puerta de atrás y salir al baño. Cerca de la desvencijada puerta de madera se agacharán para abrir la pequeña hendija que las conduce a la guarida que escavaron casi tres años atrás.

“Dios mío, que lleguen. Por favor permite que lleguen, que no me les pase nada”. Lástima que no sepas que los dioses no existen, y si existen se ríen de los mortales. Lo que salva  sus vidas no es la gracia divina, sino Angelita y su miedo, que la hace tropezar justo cuando uno de los subordinados pasa junto a la cerca del potrero.

Una vaca muge entre sueños. El hombre sigue su curso y ellas se arrastran sobre el fango, tan primigenio como su miedo, para llegar a la guarida donde van a conocer el rigor del miedo una vez más y no como última ocasión.

Tú sigues en la sala, con el cañón apuntando a la puerta que no se mueve. Permanece quieta y muda. Tu corazón está inquieto y azorado. Las botas siguen cavando surcos en la entrada, yendo en diferentes direcciones y señalando tu destino sin consultar tus intereses.

Encrudeces tu expresión, te paras firme y recuerdas las historias de tu padre. De cuando la cosa era más fácil: ¿Es usted conservador o liberal? Y la respuesta era siempre la misma que ahora. “Nada, no somos nada. Somos gente que siembra el campo para recoger comida y se gana balas gratis cuando sale a trabajar”. Pues que vengan a ponerle color ahora, a dejarlo blanco de miedo y rojo de sangre.

—Vamos a ingresar —avisa una voz diferente a la que se ha identificado. No hay tiempo para ver la puerta volar, cual película extranjera, solo hay balas. Un sordo sonido de balas traspasando la pequeña puerta de madera.

Alcanzas a disparar dos veces, uno por Angelita, que está rezando un par de metros más abajo y uno por tu padre que murió en su cama a los setenta años gritando que le valían mil mierdas los colores, que él solo quería volver al tiempo en que su tierra era suya.

Uniformes: botas y camuflados entran en tu casa. Banderas del país en los brazos, rasgos generales y una marcha de campamento. ¿Guerrilleros o soldados? Son los mismos, la carne de cañón que debilita el tiempo y mutila esperanzas. Vecinos que se matan unos a otros.


Entran, revuelcan todo y se van sin mirarte. Es la guerra, lo sabes. Ella no reconoce hombres, reconoce cifras.

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