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La buena novela

El año pasado, Ivan George y yo abrimos una librería en París a la que llamamos La Buena Novela, para que su razón de ser estuviera clara.

El proyecto se entendió bien y debió responder a alguna de responder a alguna necesidad existente, pues el éxito fue inmediato.

¿A quién puede hacerle sombra esta librería? ¿Quién nos odia hasta el punto de querer aniquilarnos? Desde hace cuatro meses somos el blanco de ataques violentos, tanto en la prensa como en Internet.
Para denigrarnos se ha invocado nuestro supuesto elitismo, nuestra predilección por la calidad literaria, que al parecer se considera reaccionaria, se ha insinuado un vínculo sospechoso entre la librería y el gran capital y, desde hace muy poco, también se ha hecho referencia a nosotros mismos y a nuestras vidas privadas, la de Ivan George y la mía, con falsas y terribles acusaciones.

Pensar así es equivocarse profundamente sobre lo que buscamos y lo que es La Buena Novela.
Desde que existe la literatura, el sufrimiento, la alegría, el horror, la gracia, todo lo grande que hay en el hombre, ha generado grandes novelas. Con frecuencia, esos libros excepcionales no se conocen. Corren el riesgo permanente de caer en el olvido y, hoy en día, cuando la cantidad de títulos publicados resulta inabarcable por su número, el poder del marketing y el cinismo del comercio se afanan porque no se los pueda distinguir de los millones de libros anodinos del mercado, por no calificarlos de vanos.

Pero esas novelas magistrales hacen mucho bien. Embelesan, ayudan a vivir. Instruyen. Se ha convertido en algo necesario defenderlas y promoverlas sin tregua, pues no es sino una ilusión pensar que podrían brillar ellas solas. No nos mueve otra ambición.

Reclamamos libros necesarios, libros que leer al día siguiente de un entierro, cuando has llorado tanto que no te quedan lágrimas, que ya no te mantienes de pie, calcinado como estás por el dolor; libros que aguarden ahí, atentos y pacientes como seres queridos cuando has ordenado la habitación del hijo que muerto, copiado sus escritos íntimos para que te acompañen durante la eternidad, respirando mil veces su ropa en el armario y cuando ya no resta nada por hacer; libros para las noches en que, pese al agotamiento, no puedes dormir y querrías simplemente liberarte de esas visiones obsesivas; libros que estén a la altura y que no abandones cuando la voz suave de un policía te repita: «No volverá a ver a su hija con vida»; cuando ya no aguantas más el hecho de seguir buscando con desesperación al pequeño Jean por toda la casa, y luego por todo el jardín, cuando veinte veces cada noche lo descubres en el estanque, boca abajo en treinta centímetros de agua; libros que regalar a esa amigo cuyo hijo se ahorcó, en su habitación, hace dos meses que parecen una hora; a ese hermano a quien la enfermedad transforma en un ser irreconocible.

Cada día Adrien se corta las venas, María se emborracha, a Arnaud lo atropella un camión, violan a una niña chechena (turcomana o kurda) de doce años; cada día Veroniqué enjuga las lágrimas de un condenado, un anciana sujeta la mano de un moribundo atrozmente desfigurado, un hombre recoge a un niño anonadado entre cadáveres.

No necesitamos libros insignificantes, libros huecos, libros confeccionados para gustar.
No queremos libros escritos sin mimo, deprisa y corriendo: “Vamos, termíneme esto para julio, en septiembre se lo lanzo como es debido y vendemos cien mil ejemplares”, “Trato hecho”.

Queremos libros escritos para nosotros que dudamos de todo, que lloramos por nada, que nos sobre saltamos ante el más mínimo ruido.

Queremos libros que hayan costado mucho a su autor; libros en los que se hallan depositado sus años de trabajo, su dolor de espalda, sus crisis, su temor a veces a la idea de perderse, su desánimo, su valentía, su angustia, su cabezonería y el riesgo que ha asumido de fracasar.

Queremos libros esplendidos que nos sumerjan en el esplendor de la realidad y que nos mantengan ahí; libros que nos demuestren que el amor obra en el mundo al lado del mal, muy cerca, a veces de forma indistinta. Y así continuará, igual que siempre. El dolor desgarrará los corazones.
Queremos buenas novelas.

Queremos libros que no eludan nada de lo trágico de la condición humana ni de las maravillas cotidianas; libros que nos devuelvan el aire a los pulmones.

Y, aunque solo hubiera una por decenio, aunque solo se publicara una Vidas minúsculas cada diez años, nos bastaría. No queremos nada más.
Francesca


No cualquiera se conmueve ante este extracto de La Buena Novela, de la autora francesa Laurence Cossé. No puede uno conmoverse ante algo que le es ajeno y no cabe dentro de sus cotidianidades o de su pasado más conmovedor.

Entonces, por tanto, lo que voy a decir no es tampoco para nadie más que para los lectores acérrimos de novela verdaderas, de libros entreverados y que dejan la sensación llenadora y vacía de la incomprensión, de aquellos que siguen queriendo aprender porque todo conocimiento les parece poco.

No dejen de leer.

No perdamos el hábito y la necesidad punzante de perdernos entre las páginas de la verdad. Hay que leer sobre lo que vivimos, lo que nos falta por vivir y lo que nunca vamos a observar, ya sea por el tiempo, la edad o la situación en el universo. Seamos otra vez los niños/adolescentes exigentes que se pasaban horas eligiendo solo uno de los muchos títulos de la empolvada biblioteca para poder leer.

La inmediatez hay que apartarla, no hay que correr con el mundo. Entre más nos cueste el libro más satisfactorio será leerlo, aunque eso no significa que debas leer por leer. Lee lo que te haga reflexionar, lo que te lleve a sentir que creces, que aprendes, que mejoras. Hay que leer con la consciencia tranquila, lo demás es solo decoración, puedes llevar la barriga vacía, el corazón roto, el dinero gastado y los años a medias. La literatura no exige de ti más que tu franqueza frente a ella, que te enfrentes a sus personajes como al resto de la vida. Por eso no necesitamos personajes vacíos ni tramas predecibles; yo, como lectora, quiero personajes complejos, humanos, que vivan vidas complejas y humanas.

Los clásicos de la literatura no lo son por azar, todos comparten el íntimo vínculo de tratarse de las más grandes cuestiones a la existencia misma. Me parte el alma ver como se pierden entre marejadas de tristes y apagadas prosas sin estilo, sin ánimo, sin mimo, como nos dice Francesca, solo productos más del marketing y el consumo. Algo que vamos simplemente a disfrutar por unas horas, para luego olvidarlo casi por completo y no ayudar mucho en nuestro crecimiento personal; justo como hacemos con la televisión.

Y yo digo no ¡no! No es justo. Rescatemos las buenas novelas, rescatémonos a nosotros mismos del mundo. Vamos, toma ese libro de Rushide, de Llosa, de Tolkien… Atrévete a conquistar las páginas de Los Miserables o del Quijote, ríe con Twain, padece con Wilde y si te queda tiempo invéntate un nuevo mundo con Verne. A mí no me mires, mira al mundo, mira a sus maravillas y conversa con las mentes del pasado. Si no puedes viajar, lee; si no entiendes al otro, lee; si te hacen falta argumentos, lee; si no puedes hablar con él/ella, lee, al menos si no le gusta leer puedes tu invitarle a hacerlo.

Cambia al mundo, a tu mundo.


Regálate hoy un libro. Lee una buena novela. 

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