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Los sin-sentidos de la vida



por Erly Sanchez



Los sin-sentidos de la vida
….
El olor del mundo
Antes de conocerte, creía conocer el olor de las cosas, del mundo. Estaba, aliviada por el destino hospitalario y gentil de la soltería, ciega al poder de otra persona junto a ti, fusionando eternidades. Y es que sentado a mi lado, mientras arrancas los acordes de una guitarra prestada, entonando mal una canción, el olor tuyo y el del agua, que corre en un murmullo armónico a mi humor y no a la música, las cosas se vuelven de revés.

Me parece, perdida como estoy en la sensación de tu cabello -ondas profundas y caobas, de sedosa procedencia y encantador reflexión-, que la vida ha de transcurrir siempre así. Tu y yo, y esos olores. El de tu piel, que es como tú, una colección de irreflexiones metódicas, el reverso del mundo buscando su propia explicación y de paso un poco de cordura. También el olor del pasto, ese en el que luego nos recostamos, y que se pega a ti haciéndote más cítrico, más a tus alergias.

Es que es inconcebible, mirando por donde se mire, que te enfermes de todo y a mí me alivies hasta el alma solo con una sonrisa. Es extraño, hasta un nivel subatómico, que me pongas de cabeza los cuatro puntos cardinales sin eso poder ser posible y que quiera perderme en ti como se pierde uno en el bosque o en la mente, sin saber por dónde se entra y sin tener idea de a dónde se va.  Se trata de que, cuando me miras y tomas mi mano como si fuese a desaparecer, es para mí muy extraño sentir tal necesidad tuya, así como cuando me abrazas y no hay ni rastro de un deseo sexual, sino una pertenencia que casi ahoga, que da miedo. Nadie nunca me ha hecho ver colores en esas cosas, ni encontrarles olor, olor a ti.

El olor del mundo, es el tuyo. Quizá sea por esa manía tuya de olerte y hacerme saber si eres apto para mí. Porque si me da pavor algo de ti, es tu deseo de que siempre permanezca en un estado de felicidad inamovible.

Amo tu olor, el olor de la intriga pasional y del declive del hartazgo. Hueles al bosque de las pasiones y a los malos hábitos que me he negado toda la vida.


Las delicias del tacto.

No hay cosas mejores que el tierno susurro de una piel contra la otra, del murmullo poético de la pasión desbordada. No necesariamente del sexo, el sexo puede ser primitivo y brutal, pero un estrecho abrazo es siempre una delicada compresa al alma, no importa si la aflicción es real o no.

Pero vinimos a hablar de piel, y entre más piel mejor, porque hay más que comunicar. Dicen los científicos que en realidad nunca tocamos nada, porque los átomos jampas se juntan en realidad, siempre hay un pequeño e ínfimo espacio entre todo. Pero eso a mí me tiene sin cuidado, ya que sin tocarme de verdad logras que enloquezca y que no pueda si quiera razonar. ¿A dónde se va la buena chica que tiene una réplica para todo en el momento en que te encuentras zambullido en mí? Dentro de mí, junto a mí, haciendo que chille y me estremezca.

Dame razones para no abandonar la cordura cuando tu saliva se resbala por mi cuerpo, mi pequeño y frágil cuerpo. El tacto en mi piel se diluye, las sensaciones se agolpan y desbocan, quiero más y al tiempo no. Es una convergencia que asusta y divierte; pequeñas cosquilla que perturban mi sexo y mi cerebro.

Sin descanso, revuelcas el tiempo con tu tacto impreciso. Estas en mis senos, en mis glúteos, en mi mejilla, estas en presente y en pasado, en la ristra que dejan tus dedos sobre mi piel ardiente, me quemo y te quemas con el volcán desatado, empotrado, manoseado, a punto de rebullir.

Al final me dejo ir, porque ya no hay a que acogerse más que a tu piel. Y se viene, toda la contención de mis anhelos angustiados y suicidas, toda la satisfacción pospuesta y sobre estimulada. Sin pensamiento, solo la piel sobre otra piel en el perfecto apogeo de las pasiones.


Las visiones de la muerte

Aterradora, como solo pueden serlo las sombras, es la vista de la muerte. Delgada, pálida, de ojos tristes. La muerte tiene pechos pequeños, cabellos lacios (muy orientales) y una sonrisa cansada.

Suele vestir un traje gris plomo, con una vieja reliquia en su mano derecha. Puedo verla, se sienta en la cama del moribundo, con las lágrimas regadas en su pecho que no amamantó y el temblor en los dedos que no saben dónde poner consuelo. Sus colores son de perla, brillante muerte agolpada en la pupila. Hermosa e intransigente.

Cuando su visita se da en las noches turbias y viene vestida de sombra, suele traer un rojo carmín en sus labios sellados. Nunca me ha dicho nada, pero lo he visto todo. He encontrado las marcas indelebles en sus brazos, los arañazos milenarios de quienes no quieren abandonar aún el tiempo y se encuentran con que, en lugar de escurrir sangre de los surcos que hacen con sus uñas, se hallan ante la más tierna y apocalíptica nada. Nada perfectamente oscura, sin luz y sin tiempo.

La muerte, mi amiga muerte, se ve como la primavera cuando tiene el vestido amarillo de la esperanza. Vibra con la razón del silencio y la promesa de un mañana. Se tiende en la cama, al lado derecho y con canciones imaginadas pinta los sueños del que se acerca a la nada. A esa Muerte no le arañan los brazos, sino que le tienden sonrisas cansadas que anhelan el descanso del mundo sitiado. La muerte de los justos, la muerte placida que no te arranca del cuerpo sino que te guía fuera de él.

Esa muerte me da miedo. Es la muerte de los mortales que superan a los dioses.


Saborear momentos

El más lejano recuerdo que tengo de la comida es el sabor a café y el sabor a helado. El sabor a café es culpa de mi abuela, porque me enseñó a tomarlo desde muy pequeña. En el fondo no me molesta, ¿qué sería de mí sin el café ahora? No habría quien me acompañara en las mañanas largas en que las clases me vencen y el sueño me arrastra a sus dominios.

Después de eso viene el helado, el de los domingos. La mano de mi abuelo, que siempre será mucho más grande que la mía y sabrá sostenerme mejor que ninguna otra, me paseaba por el parque después de misa para comprarme un helado. Mi abuelo, que también me enseñó la correcta manera de sembrar una planta de maíz y, con ello, a disfrutar su sabor a ancestros y mitología. Porque los sabores, el mundo que se extiende en las papilas gustativas, siempre va a estar ligado a mis abuelos. La sal con las brujas de sus cuentos, que nunca me asustaron, sino que abrieron mi mente; el azúcar y los tés de aromáticas que preferiré siempre al acetaminofén; los granos de café con los viajes largos, en burro o en coche, por las montañas de mi tierra, por las casas de amigos de un pasado remoto; el casi anecdótico sabor de unos buenos frisoles que van a significar casa, aquí o al otro lado del mundo, porque nunca van a saber igual sino es en fogón de leña.

El sonido del silencio.

(Aquí solo quiero que disfrutemos el tiempo. Tómate un minuto para solo escuchar tu alrededor, sin intervenir en nada)…

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