En la práctica cotidiana del aprendizaje hay una
palabra que se ve relegada al olvido por
dos razones sencillas y definitorias: es muy fácil de pronuncias y tiene un
sentido negativo.
NO. Una palabra monosílaba que nos remite al desamparo de la negación;
después de un “no” se cierran puertas, se cancelan matrimonios y se pierde la
esperanza ante un anhelado puesto de trabajo. Hemos dotado a esta palabra de
horribles connotaciones, y se nos olvidó que el “no” es también un acto de
defensa, de expresión del descontento ante una mala situación o la forma de
evitar una fechoría.
En Colombia, donde la diferencia no solo es excluida
sino perseguida, decir ¡no!, gritarlo, más que rebeldía es valentía. Para una
mujer, sobre todo, la palabra “no” está vetada de su vocabulario, ya que una
debe ser, por definición de valores arcaicos, complaciente y mansa en toda
variopinta situación que se le presente. No puede perder las formas ni negarse
a una invitación, no puede vestir indecente ni apoyar ciertas cusas. Y no es
que no puede, no es que no lo intenté, es que si lo hace el estigma social le
va a llevar al paredón, de donde será difícil salir y también difícil que la
olviden. Situación que no solo tiene que ver con las mujeres, sino que carga a
los hombres con la siempre disparatada idea de “ser caballeros”, ¿por qué no
puede decir un chico a su novia que no quiere ser hoy la cuchara grande en la
cama, o que no desea salir o que no se siente dispuesto a…?
No. Decirlo, y a partir de ahí hacerlo práctico, es
magnífico, porque pasamos de un “no” que encasilla y reprime a un “no” que
libera y permita el cambio, la verdadera senda de la vida.
Estanislao Zuleta nos habla muy bien de porqué se
tiene miedo al no y a su capacidad: “El atractivo terrible que poseen las
formalidades colectivas que se embriagan con la promesa de una comunidad humana
no problemática, basada en una palabra infalible, consiste en que suprimiendo
la indecisión y la duda, la necesidad de pensar por sí mismo, otorgan a sus
miembros una identidad exaltada por la participación, separan un mundo interior
—el grupo— y un exterior amenazador”(1). Y aquí, cuando la diferencia se pierde
y se condiciona, el hombre se convierte en una bestia necesitada de alimento. Y
esta bestia arrasa con lo que puede, busca adeptos en todas partes y a quien no
le sigue le condena. La diferencia, que es el motor de la cultura y los cambios
sociales, se ve reducida a un minúsculo grupo que quizá pueda escapar.
Decir no, es entonces subversivo. Decir no es pararse
frente a la bestia y mostrarle el pecho denudo. Decir no es abortar y decidir
no traer alguien a la vida, aunque los hombres de sotana y traje crean que eso
te hace menos mujer y persona. Decir no es abrazar a tu amigo, darle la mano y
manifestarle cariño aunque al mundo le parezca horripilante semejante
comportamiento en dos hombres. Decir no es ser tú. Decir no, no es rendirse, es
permitir respetarse a sí mismo al no fingir en la sociedad de las apariencias.
De pequeña, mi madre me enseñó a decir no con un
pequeño libro ilustrado, ya no recuerdo el nombre, pero recuerdo claramente que
lo primero que decía era que no tuviera miedo, “No” no es una mala palabra.
1. Estanislao Zuleta. El elogio de la dificultad.
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